
Nadie puede negar que vivimos en un mundo consumista. Los rasgos del consumismo se ven en todo el mundo y cada entorno de la sociedad. Pero ¿Qué de la iglesia evangélica? ¿Somos exentos de la influencia moldeadora de ese poder universal? ¡Para nada! Hay una variedad de maneras que el consumismo ha infiltrado y moldeado la vida del cristianismo en nuestro mundo. Quiero compartir ocho ejemplos. Vamos a compartir los primeros cuatro en este artículo y la semana que viene compartiremos los otros cuatro.
Consecuencia # 1 – Los cristianos como clientes
En el mundo consumista el cliente es rey. Todo gira en torno a sus gustos, sus “necesidades” y sus decisiones. El objetivo del juego es discernir lo que el cliente quiere y satisfacer esa necesidad. Para el cliente su principal lealtad es hacia la satisfacción de sus necesidades. Frecuento la tienda que lleva los productos que me gustan, a los precios que me agradan y con las facilidades que me convienen. Si por a o b, me canso de una tienda, o si esa tienda ya no cumple mis expectativas, no hay problema porque hay cualquier cantidad de otras tiendas listas para suplir mis necesidades. Mi compromiso es flexible dependiendo de cómo me convenga.
Hay una gran diferencia entre un miembro de una sociedad y un cliente. El miembro tiene un compromiso con el grupo al cual es miembro; el cliente no necesariamente, a menos que le convenga. El miembro siente cierta responsabilidad hacia la sociedad, el cliente no, más bien, es la sociedad que tiene una responsabilidad hacia el cliente siempre. El miembro contribuye a la sociedad, el cliente solo cuando resulta en un beneficio propio. El miembro siente parte de la sociedad, invierte en la sociedad, y sirve la sociedad; el cliente no. Más bien es la sociedad que tiene que invertir en el cliente y que lo sirve.
Una consecuencia visible del consumismo en la iglesia es la cantidad de clientes que está allí. Ya no se ven como miembros de un pacto sagrado, sino como clientes. Su lealtad a la iglesia depende del desempeño de esa iglesia. Si las prédicas son buenas – es decir, si me agradan, si la música me mueve – es decir, si me gusta, si los líderes me toman en cuenta, entonces me quedo y participo en sus actividades – es decir, cuando me conviene. Si no, pues no hay problema porque fácilmente puedo trasladarme a la otra iglesia tres cuadras más abajo. A fin de cuentas, yo soy un cliente y como se dice, “el cliente es rey.”
Esta actitud es demasiada común en el mundo evangélico en la actualidad. Un autor comenta,
“Permitir que el consumidor sea soberano de esta manera sanciona de hecho un mal hábito. Nos anima a realizar un inventario interno constante en la iglesia no menos que en el mercado, a preguntarnos perpetuamente si los “productos" que se nos ofrecen satisfacen nuestras “necesidades sentidas" presentes. En este tipo de entorno, la investigación de mercado ha descubierto que ya casi no hay lealtad de los consumidores a determinados productos y marcas. El consumidor, como el comercializador, está haciendo nuevos cálculos todo el tiempo. Y así es que las iglesias que han adoptado la estrategia de marketing ellas mismas han instalado efectivamente puertas giratorias. Los bancos pueden estar llenos, pero nunca con las mismas personas de una semana a otra. La gente sigue entrando, atraída por las atracciones de la iglesia o simplemente para ver los productos, pero luego se van a otro lugar porque siente que sus necesidades, reales o no, no están siendo satisfechas.”[1]
Como puedes ver, el consumismo está vivo y sano en la iglesia evangélica.
Consecuencia # 2 – La Iglesia como supermercado
Los grandes supermercados son increíbles por la cantidad de productos que ofrecen. Hay tantas opciones que uno se desmaya simplemente buscando pan para la casa. ¿Qué sabor deseas? Hay una variedad de opciones. ¿Qué marca prefieres? Una vez más tienes que considerar cuales de las distintas opciones te convienen. ¿Qué tamaño? Grande, mediano, o pequeño. ¿Quieres pan fresco o de molde? ¿Para sándwich o para uso diario? Todo el proceso puede resultar bastante vertiginoso por la cantidad de opciones. Así son los supermercados porque desean satisfacer los gustos de la mayor cantidad de consumidores posibles. Y por supuesto para vencer la competición. De esa manera logran el éxito. Y el éxito significa más dinero. Y el dinero ……………. más felicidad.
¿Has notado alguna similitud con la iglesia? Hoy en día la iglesia parece verse como un supermercado. Está en competencia con las otras iglesias alrededor. ¿Está creciendo la iglesia en la otra cuadra? Nosotros tenemos que alcanzarla. Esto significa ser flexible para poder cambiar los productos o los procesos, lo que ofrecemos y como lo ofrecemos para poder agradar a más y más clientes para ganar nuestra cuota del mercado. Si vamos a tener éxito tenemos que satisfacer los deseos y “necesidades” del cliente. De eso se trata.
Ser el mejor supermercado en la cuadra significa apelar a los clientes. Ajustarnos a sus expectativas y moldearnos a sus necesidades, cuan cambiantes que sean. Parece que en muchos casos la iglesia está siguiendo esa corriente. Pero ¿A qué costo?
Consecuencia # 3 – El evangelio como producto
En un mundo consumista el éxito se basa en la capacidad de producir y vender un buen producto, un producto que atrae al cliente. Si mi producto no atrae al cliente o tengo que cambiar mi estrategia de marketing para crear un interés y un gusto en mi producto o tengo que cambiar mi producto. Si no, mi organización se muere.
En el mundo evangélico influenciado por ese consumismo la iglesia ha llegado a ver el evangelio como su producto. Puesto que el mundo no desea ese producto naturalmente, tenemos que hacer algo para marketear el producto mejor o tenemos que ajustar nuestro producto para que atraiga a más clientes. Y esto es exactamente lo que muchos han hecho. Hablar del pecado no interesa a nadie entonces vamos a omitirlo de nuestro producto y hablar en su lugar solo de los temas agradables como el amor y la felicidad y temas parecidos. Puesto que la gente adora a sus propios derechos, tampoco vamos a hablar del sacrificio y la renunciación de nuestros derechos o de cargar nuestra cruz. Adaptamos el evangelio a los gustos y deseos del público. Es simplemente una estrategia, se dice. Solo estamos usando métodos para captar su atención. No es cambiar el evangelio, sino presentarlo de una forma más agradable, más llamativa. Pero, el problema es que ese evangelio ajustado parece muy poco al evangelio bíblico. Es un evangelio “fabricado” por los seres humanos, un evangelio que como Pablo dice en Gálatas 1:7 “no es un evangelio”. Por ende, no es de sorprenderse que los “convertidos” a ese evangelio no parecen mucho al Cristo del Cristianismo histórico, sino a un cristo más moderno, un cristo más domado y más aceptable. El producto – su evangelio – que la iglesia consumista está vendiendo produce un cristianismo consumista, pero esa versión está lejos de la que encontramos en la Biblia. ¿Transforma vidas? Si, pero ¿a qué? Seguramente no es una transformación a la imagen de Cristo crucificado. No es una transformación cruciforme que nos vacía del egoísmo y de la adoración de nosotros mismos. Si queremos experimentar una transformación a la imagen de Cristo en su muerte (Filipenses 3:10) necesitamos ingerir el evangelio de Cristo, no meramente mojar los labios con el evangelio consumista.
Me parece que necesitamos tomar en serio las palabras de Karl Barth, el teólogo suizo, cuando él escribió
“La palabra de Dios no se vende; y por tanto no necesita vendedores astutos. La palabra de Dios no busca patrocinadores, por lo tanto, rechaza la reducción de precios y la negociación; por tanto, no necesita intermediarios. La palabra de Dios no compite con otras mercancías que se ofrecen a los hombres en el mostrador de la vida. No quiere que se venda a cualquier precio. Solo desea ser su propio yo genuino, sin verse obligado a sufrir alteraciones y modificaciones.”[2]
¡Amen! El verdadero, no adulterado, no acomodado, no suavizado, radical, evangelio de Cristo. No vende rápido, pero transforma profundamente y para la eternidad.
Consecuencia # 4 – El culto como un espectáculo
Puesto quela iglesia se ve en competencia tanto con el mundo alrededor como con las otras iglesias vecinas, tiene que ofrecer algo llamativo que va a impresionar más que lo que los otros ofrecen. El “show” que brilla más gana. La presentación que impresiona más es el mejor. Por lo tanto, muchas iglesias invierten todo su esfuerzo en el culto dominical. No hay mucho tiempo para visitar a las viudas o discipular a los inmaduros; hay que invertir toda la plata necesaria, todo el esfuerzo posible, todo el personal que se requiere en el evento más “importante”, el culto dominical. Como buenos consumidores vamos a ofrecer un espectáculo.
Por supuesto, no hay nada malo en querer tener un excelente servicio dominical. El problema es cuando creemos que es el espectáculo que convierte a los pecadores o que transforma a los miembros. Cuando ponemos nuestra dependencia en nuestro “show”, en la capacidad de los mejores músicos, o el expositor más carismático, o cosas por el estilo. Cuando eso pasa ya no estamos confiando en Dios, ni en el poder de la cruz, o el obrar del Espíritu Santo. El espectáculo puede impactar, pero ¿Será permanente tal clase de impacto? O ¿Será simplemente un toque emocional? Está bien querer mover las emociones, no obstante, no debemos pensar que una experiencia emocional es la misma cosa que un arrepentimiento o una renuncia. Además, hay una línea fina entre querer tocar las emociones y manipular las emociones.
Debemos hacer nuestro mejor esfuerzo para tener un culto dominical excelente. No obstante, no debemos dejar de lado las otras prioridades de la iglesia para hacerlo. Tampoco debemos depender de la excelencia de nuestro equipo de músicos o de la elocuencia de nuestros predicadores para la transformación que anhelamos ver en la gente. Son los consumistas que dependen de sus propios recursos, que buscan impresionar con sus productos, que invierten en las cosas más “rentables” en vez de las cosas más bíblicas.
El consumismo ha afectado la iglesia evangélica de una forma directa y clara. Hemos compartido las primeras cuatro formas. En nuestro próximo artículo presentaremos las siguientes cuatro formas.
[1] David Wells, God in the Wasteland, p. 75.
[2] Karl Barth, citado en David Wells, God in the Wasteland, p. 60.